domingo, 12 de xaneiro de 2014

¿Existe un nuevo macho igualitario? ¿Me parezco a él?

El machismo degrada a la mujer, pero también condena al hombre a la más patética de las condiciones, encadenándolo a un rol prepotente que castra su sensibilidad. Hay que demonizar al maltratador y a la vez hacer ejemplo del varón que respeta a la mujer, lava platos, cuida a sus hijos y hasta pelea por su custodia en los divorcios.
Antonio Ruiz del Árbol


He cumplido 61 años, lo que es vida suficiente para evaluar mi personal ejercicio de igualdad con las mujeres. Desde luego no soy un maltratador. Nunca he practicado el sexo como ejercicio de poder o previo pago. No me he consentido engaños donjuanescos. Incluso creo haber aprobado la reválida de mear en el váter con las dos tapas levantadas y salpicando lo justo. 
Pero, ¿es ese el listón con el que puedo reclamar el titulo aun no creado de ‘nuevo macho igualitario’? ¿Son esas metas u objetivos suficientes para movilizar y servir de resorte a las aspiraciones de superación de una más que probable generación de nuevos machos igualitarios?
En seis décadas de vida he pregonado e intentado vivir la igualdad en circunstancias y situaciones variadas. ¿Lo he conseguido? Soy padre de un varón y una hembra. Pese a que los roles sexistas han irrumpido en mi esfuerzo por una formación igualitaria, no creo haber cometido discriminación. (Caigo ahora en la cuenta que habiendo discutido con mis vástagos de lo divino y lo humano, nunca hemos evaluado ese aspecto).

En el reparto de tareas no soy 'el cocinilla', sino el que cocina en casa. La madre de mis hijos se inclinó hacia la lavadora y la administración de los dineros. Yo he enseñado a mi prole a cocinar y a hacer la compra, del mismo modo que jugué y les leí cuentos. Limpio platos, barro, hago camas y, cuando tocó, limpié cacas, cambié pañales, pertenecí a la Asociación de Padres y me fajé en conflictos de adolescencia.
He hecho (y hago) el amor con el deseo de recibir tanto gusto como el que soy capaz de proporcionar. Alimento desde hace incontables años una relación de pareja heterosexual y monógama de personas libres e iguales en la que la fidelidad es sinónimo de intolerancia con la dominación del otro y con el engaño. 
He tenido en mi carrera más jefes mujeres que hombres, igual que me ha tocado mandar a más hembras que varones. Tal vez en una relación de tres a uno. No creo haber realizado un solo gesto de abuso, ni haber tomado una decisión discriminatoria por razones de sexo.
Recientemente he alcanzado el extraordinario rango de abuelo; practico mis obligaciones con un impensable deleite, y en fin, tengo una madre anciana a la que adoro, admiro y, con un turno riguroso pactado con mis hermanos(as), cuido.
¿Concuerda mi trayectoria con la del posible nuevo macho igualitario? ¿Merezco tal reconocimiento?

Ocurre que cuando, de tarde en tarde, sale el tema en alguna conversación, la opinión mayoritaria entre las mujeres es que "el tuyo es un caso aislado". Que son muy pocos, una excepción, lo hombres que se fajan con la igualdad en las distancias cortas.
Pero yo no estoy de acuerdo. Igual que las mujeres han avanzado de forma decidida y contundente en la lucha por conseguir la igualdad, los hombres, o por lo menos algunos, también hemos emprendido un camino convergente hacia la equidad, pero desde una posición de origen distinta. El movimiento es más dubitativo, menos convincente pero, individualmente y como colectivo, hemos dado algunos pasos de desprendimiento de los roles atávicos desde unas relaciones de poder y de dominio. Quizá no seamos la mayoría, pero podemos identificar a un grupo significativo con el debiéramos ser capaces de marcar objetivos igualitarios, ambiciosos y públicos, para nuestro género.
A diferencia de lo que ha acontecido en un siglo de avance de la mujer en la conquista de sus derechos, en el que cada logro ha sido glosado y jaleado, para la lucha de los machos que aspiran a ser igualitarios no parece haber incentivo, ni reconocimiento. Solo se habla de los hombres que maltratan y no de los que aman. Solo se ofrecen estadísticas de los que permanecen en el sillón y no de los que se ponen al frente de las tareas de la casa sin pedir permiso. Y si amamos, limpiamos, cuidamos o besamos, se concluye: "¿y qué, no es lo que tienen que hacer?".
La forja de un movimiento, de un gesto colectivo, a favor de la aceleración de la creación de una generación de machos igualitarios exige que, igual que existe con el movimiento feminista, se identifique claramente las actitudes favorables, y se aplaudan. No solo se debe demonizar a los maltratadores; hay que promover y aplaudir y hacer ejemplo de los varones que respetan a las mujeres, de los que hacen camas, cocinan, de los que consideran un embarazo como algo propio, de los que llevan al médico a sus hijos y, si llega el caso, se pelean por su custodia en los divorcios.
Tras 61 años de vida, exijo para mí el título de 'macho igualitario'. Y si todavía no he hecho méritos suficientes, reclamo la definición del módulo educativo que me permita esforzarme, en lo que me queda, hasta conseguirlo.
Porque para mi amar, (antes que dominar), acariciar (antes que golpear con los puños), limpiar (antes que emponzoñar), coser (antes que descuartizar), llevar sobre los hombros o en el regazo (antes que pisar), dialogar (antes que imponer) es lo que ha dado gusto y sentido a mi vida. Y si esas son actitudes exclusivamente femeninas (cosa que dudo) entonces reclamo el derecho del varón a ejercer su lado femenino. 
Porque detesto el machismo no solo por lo ofensivo que tiene para la mujer, sino también por lo necio, ventajista, prepotente, lo patético y atávico que convierte el estereotipo del sexo fuerte, del género masculino. Nunca he soportado que mi imagen y la menor de mis actitudes se puedan identificar con el alarde chulesco, prepotente y de estúpida pretensión de superioridad de los machistas. 
Porque el machismo degrada a la mujer, pero también condena al hombre a la más mísera de las condiciones.

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