mércores, 17 de febreiro de 2016

Del escay al gotelé: un viaje alucinante por el interiorismo español del franquismo

Strambotic
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También podíamos haber optado por titular este artículo como: “La casa de los horrores: todas esas pequeñas cosas que contribuyen a hacer del mundo un sitio más feo y horrible si cabe”. Tal como hay viejas tradiciones cuyo origen se ha perdido entre las brumas del ayer -pongamos tirar una cabra desde un campanario-, en los hogares españoles suelen encontrarse vestigios de otras épocas cuyo origen desconocemos, pero que perduran como cadáveres insidiosos que se resisten a descomponerse. Este es un recorrido breve -por piedad- a través de los horrores estéticos que han marcado el devenir doméstico de nuestro país. Bienvenidos a la nave del misterio.
Ni se te ocurra sentarte ahí sin camiseta.
El escay
¿Qué tienen en común un puticlub de los años 70 y el hogar de un anodino ciudadano medio de la España tardofranquista? En efecto, ese material con el que cualquiera podía aspirar a forrar de cuero (fake) su vida: el escay. Nada escapaba a su larga sombra: sillones, sofás, percheros, puertas… Luego llegaba el verano y se multiplicaban los episodios de espaldas desolladas por adhesión sudorípara. Pero eso, como diría Kipling, es ya otra historia.
Alguien voló sobre el nido del cuco.
Las puertas acolchadas
¿Y cuál es el hijo demente que engendra la unión contra natura del escay y una puerta? Inspiradas directamente en el mobiliario frenopático, uno de los azotes indiscutibles de la España de los años sesenta fueron las puertas acolchadas. Ciertamente, no descuidaban la funcionalidad; si había algún episodio de enajenación mental, constituían la mejor forma de ahogar los gritos de desesperación en cualquier vivienda, además de ofrecer a los inquilinos una superficie con la que darse de cabezazos sin lamentar lesiones ni dejar desperfectos.
“Siéntate, ahora entenderás lo de ‘Morfeo'”.
El sillón orejero
Concebido como la cúspide del confort al permitir improvisadas siestas al mínimo cabeceo, el sillón orejero se erige en uno de los ejemplos más señeros de feísmo carpetovetónico. La imagen del abuelo dormido con la cabeza ladeada, un hilillo de baba y el periódico arrugado sobre las piernas, está grabada a fuego en nuestro inconsciente colectivo. Lo cierto es que se diseñó en Inglaterra en el siglo XVII para optimizar la irradiación del calor de las chimeneas, pero aquí supimos encontrarle otros usos rápidamente: pasar de la sobremesa a la siesta sin movimientos bruscos que comprometiesen la digestión.
Un mal viaje lo tiene cualquiera.
El papel pintado
Antes de la llegada del gotelé, que por supuesto merece un capítulo aparte, se estilaba empapelar las paredes con motivos florales, grutescos o caprichos geométricos. Normalmente en tonalidades oscuras, lograban transmitir el punto de lobreguez necesario para conseguir que cualquier vivienda pareciera más claustrofóbica y opresiva aún. Curiosamente, como el ser humano es capaz de convertir en objeto de nostalgia cualquier cosa por horripilante que sea, el papel pintado comienza a experimentar un cierto resurgir rollo vintage. De hecho, ya hay empresas que ofrecen papeles inspirados en los diseños de los años 70. Y oyes, hay alguno que mola.
El gotelé

Alegoría del temple picado.
Hasta que un buen día a alguien se le ocurrió utilizar una novedosa técnica que permitía ocultar los defectos de construcción “texturizando” las paredes, como diría un decorador esnob para justificar la chapuza . Así murió el papel pintado, certificando aquel refrán español de “otro vendrá que bueno me hará”. Según fuentes dignas de ningún crédito, la vivienda que inauguró este infausto género pictórico fue el Palacio del Pardo. Así que, sensu stricto, cabría decir que el gotelé es franquista. Lo cierto es que impuso su dictadura estética en todo el país, y desde los años 60 no hubo hogar que se salvara de sus grumos.
Todo es susceptible de ir a peor en esta vida (la entropía está de nuestra parte, que no se nos tache de pesimistas), y pronto apareció la versión rococó o flamígera de esta técnica: el temple picado, también llamado “gotelé punzante”, capaz de convertir la estancia más inocente en una cámara de tortura rollito dama de hierro. Por su parte, Jackson Pollock logró colarlo audazmente en las grandes galerías de arte. En la actualidad, si se busca“gotelé” en Google, el 90% de los resultados comienza con la frase “Quitar el gotelé” o algo por el estilo.
El antepasado del salón de los Alcántara.
Los cuadros de caza
Antes de las láminas de Ikea, hubo otra moda infame que azotó los salones españoles: sí, los cuadros con una jauría de perros devorando a un pobre ciervo inerme. Dele un toque de agonía y paroxismo a su hogar. Aunque somos un país con una larga tradición cinegética, todavía nadie ha logrado explicar quién fue el responsable de introducir el gore en el salón familiar. Ya se sabe que la moda de los cuadros de caza en el salón de casa tiene su origen en Altamira, pero su gran despegue se produjo a partir del siglo XVII, cuando Felipe IV, fan de las cacerías, encargó una serie de cuadros de esta temática a Velázquez para decorar un pabellón en el monte del Pardo. ¿He dicho el Pardo? Todas las piezas empiezan a caer en su sitio.
Sin faldas y a lo loco.
La mesa camilla
Last, but not least, el verdadero altar doméstico y el núcleo duro de la convivencia familiar de nuestros antepasados. De hecho, la mesa camilla se remonta a la noche de los tiempos, a la Taula Medievas, un término que evoca de inmediato la peste bubónica y los siervos de la gleba. Con un regusto netamente barojiano, esta atroz pieza de mobiliario va íntimamente ligada al “sabañón”, esa dolencia tan española fruto del shock térmico que supone venir de la calle una gélida tarde de enero y poner los pies a la brasa sin solución de continuidad.  En su modalidad de brasero de picón, ha sido protagonista de incontables “muertes dulces” por emisiones de monóxido de carbono. Aún hoy, suelen ir recubiertas con un hule de plástico que, a juego con el escay, nos devuelve justo al comienzo de este viaje espeluznante.

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